domingo, 10 de abril de 2011

A FLOR DE PIEL

El problema no era la pena, la pena era lo primero que sentía, pero pronto dejaba paso a otra cosa, más visceral, más violenta. Era impotencia lo que sentía cada vez que entraba en aquella habitación.

Tenía casi dieciséis años y apenas pesaba veinte kilos. Nació con una enfermedad hereditaria, una Epidermolisis Ampollosa, que hacía su piel frágil hasta extremos insospechados. Cualquier roce o presión, aunque sólo fuese un abrazo, le provocaba un despegamiento entre las capas de la piel. Desde sus primeros días de vida conocía el dolor de las ampollas y heridas. Permanecía con los pies vendados y las manos enguantadas para no rascarse. Las ampollas afectaban también a su boca, esófago y aparato digestivo, impidiéndole alimentarse y nutrirse con normalidad.

Las cicatrices curaban muchas veces de forma retráctil y hacían que sus dedos se fusionaran entre si, por lo que a lo largo de los años las manos tendían a convertirse en una especie de saco de huesos conservando sólo la función de una pinza. Por eso las llevaba continuamente vendadas.

Había pasado la mayor parte de su vida en los hospitales, entre curas, vendas y antibióticos. La anemia era uno de sus principales problemas, perdía hierro de forma crónica a través de la piel y mucosas siempre cruentas. Por eso la hospitalizaban con frecuencia, para recibir transfusiones.

Pero toda una cadena de oscuras fuerzas se había puesto en marcha para llevarla poco a poco a aquella situación insostenible. Sus padres desde hacía unos años y debido a sus creencias, se negaban a las transfusiones. “¿Qué mal he hecho yo? ¿Por qué este castigo?” Eran preguntas que le había hecho cuando se conocieron.

Fue una respuesta involuntaria, repentina. Comprendió que no podía seguir impasible, le pareció necesario algún tipo de acción. La imagen de aquella adolescente débil como un pajarillo la seducía por su estoicismo y su fortaleza. La veía consumirse cada día y sabía que nadie podía impedir que ocurriera lo inevitable.

Empezó a leerle libros, al principio los elegía al azar, no había podido tener una vida normal y ella se la mostraría a través de aquellas historias. Leyó novelas, obras de teatro, libros de historia y de viajes, ciencia ficción, filosofía. Todos los que a ella le habían hecho sentir. Día a día iba seleccionando párrafos, capítulos, cada frase, cada palabra las iba acercando más la una a la otra.

Cada vez que abría un libro nuevo le consolaba pensar que estaban ocupando un mismo espacio mental, viviendo las mismas historias. Como los exploradores de siglos pasados, abriendo camino en tierras vírgenes, avanzando siempre hacia el oeste, perseguían la luz del sol hasta que inevitablemente se extinguía.

“Yo en tu lugar – le dijo un día - no esperaría milagros. Lo siento de veras, no quisiera defraudarte.” Esa tarde derramaron lagrimas juntas.



1 comentario:

  1. Y sin embargo me resulta imposible no esperar un milagro .... aunque los que he "vivido" nunca van en la dirección que espero ....

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