Cuando era niña, mi abuela tomaba las decisiones
culinarias. Nadie se atrevía a contradecirla y mucho menos a hacer comentarios
críticos. No era una mujer dispuesta a recibir sugerencias.
Nos servía contundentes platos de cocina andaluza que
guardaba en su cabeza y que, preparados con amor, resultaban deliciosos… Legumbres
estofadas, cazuelas, sopas, gazpachos…
Yo, acurrucada en un rincón de la cocina, mecida por
aquellos aromas, leía historias de héroes imposibles...
Somos herederos de una cultura donde el desprecio por
los placeres terrenales era una virtud y las costumbres ascéticas se
consideraban buenas para la salud. Así que, mezclar libros donde se describe
cómo preparar suculentos y placenteros manjares con otros concernientes al cuerpo,
sus funciones y padecimientos, puede parecer hasta de mal gusto.
Pero como, en la variedad está el sabor, las novelas y
los libros de cocina forman parte de mi vida a la par que los de dermatología.
Todos reinan por igual en mi cocina… en un lugar
espacioso, luminoso… estantes repletos de libros impregnados con los aromas de
miles de cocimientos. Mezclados con utensilios de un material indeterminado…
que con el paso del tiempo y el calor de los fogones, han ido perdiendo su
forma y color originales.
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Las alusiones al mundo de los fogones son abundantes en
dermatología, una especialidad eminentemente descriptiva y en la que disponemos
de un amplio “bufé” de signos y síntomas.
La comida nos ayuda a trabajar al permitirnos describir
el color de las lesiones que estamos viendo; como en las manchas de “café con
leche”, o las costras “melicéricas” (color miel) de las infecciones por
estafilococos.
La textura también es importante... describimos como
“orejas de coliflor” a la forma que toman los apéndices auriculares cuando
sufren ciertas enfermedades inflamatorias crónicas. Y qué decir de la famosa
“piel de naranja” que tanto nos atormenta a las mujeres, o el exudado “caseoso”
(como suero de leche)…
Las glándulas olfativas perciben aromas que recuerdan al
olor dulzón de la “uva fermentada” en las infecciones por pseudomonas. Incluso
a algún dermatólogo le vino a la cabeza el olor de la “cerveza rancia” al
acercarse a un paciente con escrofulodermas provocadas por el Micobacterium
Tuberculosis.
Al explicar a los pacientes como tomar o aplicarse un
tratamiento usamos analogías culinarias. Así, una pequeña cantidad de crema, la
describimos como del tamaño de un garbanzo o de un grano de arroz.
Las pulgas hacen picaduras que se agrupan de tres en tres
y las conocemos como “desayuno, comida y cena”.
En nuestra carta, comenzamos con los platos de carne; la
“piel de gallina” define el aspecto de la queratosis pilar, y los “dedos en
salchicha” a la artritis psoriásica.
El pescado hace su aparición en el segundo plato con las
“erupciones asalmonadas” de, entre otras, la enfermedad de Still.
Y para condimentar los platos, tenemos los “granos de
sal” (manchas de Koplik) del sarampión, la “pigmentación en sal y pimienta” de
la esclerodermia y las “manchas de pimienta” de la Púrpura pigmentada
progresiva.
Llegados al postre, las referencias a las frutas
aparecen también en nuestros libros, así cuando exploramos las lesiones de
lupus vulgar, vemos “jalea de manzana”. “Fresas” en la nariz de un paciente con
rinofima o en la lengua de otro con escarlatina, y los hemangiomas congénitos
pueden ser de dos tipos: de fresa o de cereza.
Un niño con una erupción en “grosella negra” podría
tener xeroderma pigmentoso. Y un cabello fino, como “pelusa de melocotón” puede
verse en el hipotiroidismo o en una chica con anorexia nerviosa.
…..
Recuerdo la cocina de mi abuela, allí presencié el
misterio de la unión entre la levadura, la harina y el agua. El movimiento de
sus manos, como una bailarina, al preparar la masa que luego crecía y cobraba
vida… Y yo sentada en un rincón, inmersa en el calor del horno y la fragancia
de aquel proceso milagroso, leía y soñaba…
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