“El grosor de una pestaña es la distancia
entre lo que queremos y lo que nos asusta.”
La
oscuridad le asustaba. No siempre había sido así.
La
sola idea de cerrar los ojos le provocaba pavor. Cada noche despertaba empapado
en sudor y con la garganta ardiendo, signo inequívoco de que había gritado en
sueños.
No
quería recordar aquel día, pero cada vez que sus pestañas caían como una pesada
persiana sobre sus ojos su mente lo trasladaba hacía el pasado.
El
sueño siempre era el mismo…
Se
veía a sí mismo. La tenía abrazada por la cintura. La miraba fijamente cuando ella
parpadeó, y una de sus largas pestañas rodó hasta su mejilla. El la recogió con
la yema de un dedo y se la acercó a los labios.
Antes de soplar dijo:
-
Pide un deseo.
Ella
cerró los ojos.
Los
dejó así un rato, como si jugase al juego de “la confianza”. Ese juego en el
que te dejas caer de espaldas para que otro te recoja sin mirar hacia atrás,
sin dudar. Confianza ciega… así se sentía cada vez que él la sujetaba entre sus
brazos.
Luego de forma misteriosa, dijo:
-
Pasado mañana, si vienes al anochecer al lugar dónde nos vimos el primer día,
junto al mar, puede que descubras qué he pedido. Y verás algo especial.
El
comenzó a inundarla de preguntas y besos. No podía hacer otra cosa. Ella jugaba
a cerrar los ojos y dejarse besar.
-
Es algo delicado. No puedo garantizarlo, pero si llegas en el estado mental adecuado,
lo verás. No se si es sólo una sensación mía, pero tu relación con el mar es
muy estrecha y por eso estoy segura que podrás verlo. Sólo cada muchos meses se
dan unas condiciones apropiadas para asistir a algo así.
El
ladeó la cabeza sin entender bien lo que le insinuaba. Descubrió que hacía
tiempo que no le invadía un sentimiento de excitación tan intenso como aquel,
así que aceptó.
Ella
insistía.
-
Es algo precioso y sólo depende de ti.
“Mi
relación con el mar…” Cerró los ojos e inmediatamente pensó: “Sí”.
Cada
vez que imaginaba el mar ella estaba allí. Siempre llegaba tarde y él la
esperaba en aquel lugar mirando el rompeolas. Cuando iban juntos a alguna
parte, siempre se separaban cerca de aquel punto. Desde allí partían uno para
cada lado.
Tenía
que ir.
Un
cielo estrellado, maravilloso, adornaba el camino esa noche de primavera.
Estaba de muy buen humor. Las palmas de sus manos unidas dentro del bolsillo
delantero de la sudadera eran cálidas y de tacto seco. Caminaba intentando
sofocar una sonrisa hundiendo la cara en la solapa de la cazadora. Pensó que
era extraño lo que sentía en aquel instante, que nunca la había querido como
entonces.
El
túnel.
El
oscuro y torcido túnel se convirtió en el lugar de la despedida. El viento
soplaba rugiendo en sus oídos cuando entraron, tanto que ni el casco de la moto
que llevaba puesto podía atenuarlo. Se sentía lleno de afecto. Pensando en su
relación, habían tenido peleas, amores… Sufrimientos buscando un equilibrio.
Pero a pesar de todo habían sido años maravillosos…
Ese
día era tan perfecto que temía que acabase.
Luego,
cuando despertó en el hospital tres meses más tarde, sólo recordaba una
chaqueta negra de piel diluyéndose en la oscuridad del túnel, como el sabor de
un helado que se derrite en la lengua… y los brazos de ella aflojándose alrededor
de su cintura. No recordaba nada más, las había perdido, a ella y a su pierna
derecha…
Muchas
veces después deseó haberse quedado esa noche junto al mar. Quería soñar que la
atraía hacia él diciendo: “No te vayas… esperemos aquí hasta que ocurra. No
soples aún… no hay nada que anhele más que estar aquí contigo…”
No derramaba lágrimas, se sentía vacío. Sentía que ella estaba
infinitamente lejos… y que no quería volver a soñar ni pedir ningún deseo…
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