Era el primer día de trabajo. Ese día se había
puesto un vestido de los que ella consideraba “elegantes”, en lugar de los “de
ir a trabajar”. La clase de vestido que te pones cuando quieres que se fijen en
ti. ¿La ocasión? Nada especial. Tenía más que ver con el hecho de que en casa
había montones de ropa por lavar y había empezado por la de los niños, así que
su ropa “de ir a trabajar” no estaba disponible.
De esta forma, su vestido “de domingo”, como solía
decir su abuela, se convirtió en su “vestido de lunes” y así se fue al hospital. Era un vestido rojo ceñido, no demasiado provocativo, tenía buen gusto.
Eso sí, iba espectacular. Una médico enfundada en su mejor vestido, con una
bata blanca impoluta y cuidadosamente doblada colgando del brazo derecho, un maletín en la mano izquierda y unos tacones imposibles.
Dispuesta a superar el síndrome post-vacacional…
El cielo era extraordinariamente azul. Las nubes
estaban esparcidas de forma casi ordenada, como las guindas en una tarta
nupcial. Ese día todo parecía mágico, especial, y se tomó un momento para
disfrutarlo antes de entrar.
Hasta hizo una foto. Qué pena que una imagen no
pudiera captar todo lo que sentía…
Con estos pensamientos rondando por su cabeza,
respiró profundamente y disfrutó de todo lo que la rodeaba. No quería olvidar
aquel cielo tan azul con esas nubes que estaban comenzando a formar lazos…
Siguió caminando y escuchó que alguien le hablaba.
"Hola, doctora. ¡Qué elegante!"
Se dio la vuelta y vio a un señor mayor que vestía
traje de chaqueta blanco, con chaleco incluido. Demasiado abrigado para finales
de agosto, pensó. Tenía su propio estilo.
"Muchas gracias, caballero."
"¿Cuál es la ocasión, doctora?"
"No hay ninguna ocasión especial. Es el día
internacional de vestirse elegante." Le respondió bromeando.
"Sí, eso he oído." Él se rió también.
El le hizo una reverencia antes de despedirse y
ella le respondió con otra sujetando el borde de su vestido.
Y allí en ese mismo instante terminó su síndrome
post-vacacional… o eso pensaba ella…
Más tarde, en consulta, una mujer joven la miraba
con ojos brillantes, eran lágrimas a punto de saltar. Esa mujer tenía que
enfrentarse a un diagnóstico duro, sobre todo para aquella época. La serología
de VIH que ella le había pedido era positiva.
Entonces vino la pregunta.
"¿Crees que alguien se va a enamorar de mi
ahora?" Y añadió otra mucho más difícil de contestar… "¿Voy a estar
siempre sola?"
"¿Es eso lo que te da miedo?" Le preguntó.
"Sí, más que la muerte, más que estar enferma."
Ella trató de sostener esa mirada inquietante y, sin
darse cuenta… la cogió de la mano con fuerza, no sabía muy bien porqué, pero le
pareció lo más apropiado. Un acto de intimidad.
"¿Sabes lo que pienso? Pues que muchos de
nosotros tenemos el mismo temor. No eres la única."
“¿Sí?”
“Sí, muchas veces pienso en eso. Puede que no por el mismo motivo
que a ti te preocupa.”
“Entonces… ¿Amarías tu a alguien con esta
enfermedad?”
Ella sabía perfectamente a qué se refería. Amar,
amor, amor verdadero, amor… Y se quedó pensativa, intentando imaginar en qué
circunstancias dejaría ella de amar a su marido. Decidió que no, que no lo
dejaría de amar nunca. Y así se lo dijo a la paciente.
“Pero…” le respondió aquella mujer “yo hablo de enamorarte
de esa persona sabiendo que es así, desde el principio…Y todo lo que viene después…”
No supo qué decir.
Quería creer que era lo suficientemente fuerte para
decir SI. Que todo lo que sabía sobre la transmisión del VIH y los avances en
su tratamiento podrían disipar cualquier temor que tuviera. Sobre todo porque
estaba segura de que, en algún momento de su vida adulta, había corrido riesgos
que podrían haberla puesto a ella en el otro lado de la conversación.
Pero al ser algo hipotético… realmente no tenía una
respuesta.
“Quiero creer que el amor puede ayudarnos a superar
incluso las cosas más difíciles. Y yo creo en el amor." Eso fue lo único que acertó a contestar.
Su paciente pareció tranquilizarse.
Sin embargo
ella se quedó pensando en aquello el resto del día…
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