Aquella mañana de otoño, se levantó de la pequeña cama que ocupaba durante la guardia y el olor penetrante del yodo le trajo recuerdos del mar, de su lejana tierra. Tenia los pies hinchados, pero antes de irse a casa debía pasar sala. Aunque no había tenido que entrar a quirófano durante la noche, no había parado de ir y venir de la sala de curas a la de observación.
A María no le importaba levantarse y bajar cada vez que un residente de primer año la llamaba, ella estaba en el último año y recordaba sus comienzos y lo bien que le venía una ayuda y, como solían decir, otro punto de vista.
Arrastraba los zuecos de habitación en habitación, estaba embarazada de 28 semanas, era su primer hijo y aunque le habría gustado tenerlo más adelante, no siempre se puede planear todo.
Al entrar en una de las últimas habitaciones un aroma inconfundible se insinuó en el aire, aquel huidizo aroma la asaltó con una intensidad casi nauseabunda. “Es lo que peor llevo del embarazo”, pensó a la vez que aquel olor desaparecía casi sin dejar rastro en su memoria.
Abrió la historia de uno de los pacientes, estaba ingresado por una celulitis en una pierna, no tenía fiebre y el antibiótico prescrito estaba funcionando. Habló con él, lo exploró y le comentó el caso al residente que la acompañaba.
El paciente de la otra cama, era un hombre de unos 70 años que dormía mientras a sus pies, desde uno de los sillones, lo miraba una mujer que tapaba su cabeza con un pañuelo.
De nuevo aquel olor que regresaba con renovado ardor, ella siempre había asociado sus recuerdos a los sentidos, sobre todo al olfato. -“¿Notáis el olor? son anaerobios”, -“Es cierto”, dijo el ATS, “es el olor de algo en descomposición, ayer no lo noté”. Gabriel tenía muchos años de experiencia como ATS y María confiaba en él. El le había enseñado muchas cosas que no aparecían en los libros. -“Vamos a mirar el injerto de la pierna”.
Aquel paciente, estaba operado de un tumor en la pierna y le habían puesto un injerto de piel de su muslo para tapar el defecto. La intervención la había realizado ella unos días antes. Estar tanto tiempo de pie con la barriga chocando contra la mesa de quirófano era cada vez más incomodo, pero la cirugía se le daba muy bien y le gustaba. Se arrepentía de muchas cosas hechas y de muchas más no realizadas, pero se sentía satisfecha cada vez que conseguía reconstruir un defecto en la piel. Hacer una plastia, era como montar un puzzle o más bien como resolver un enigma.
-“El injerto esta bien, no tiene signos de infección, ni tampoco la zona dadora”, iba pensando en voz alta.
De nuevo reparó en la mujer del pañuelo, que seguía allí sentada, atenta a la cura de su marido. María se acercó, algo le decía que aquel pañuelo ocultaba algo más que el cabello. -“¿Me acompaña al despacho y hablamos?”.
Entró tras de ella y con un gesto la acompañó a sentarse en una butaca, no sabía como preguntárselo así que fue directa al grano, “a usted le pasa algo, ¿puede enseñarme el lado izquierdo de la cara?”. Parecía estar esperando aquella orden, se deshizo el nudo del pañuelo y mostró su sien izquierda. María se acercó a mirarla, lo que vio le provocó un vuelco en el estómago y le hizo revivir pasadillas de la infancia. Tenía un tumor de unos quince centímetros con el centro ulcerado que ocupaba parte de la mejilla y del cuero cabelludo. En los bordes podía apreciar las típicas “perlas” del carcinoma basocelular, pero era el más grande que había visto en su vida.
-“¿Desde cuándo tiene usted ese tumor?”.
-“No es un tumor doctora, es una “pupa viva”, un castigo por algo que hice mal, lo tengo desde hace años, cuando empezó era como un garbanzo, yo estaba muy liada con las cosas de la casa y del campo, vivimos a treinta kilómetros del pueblo y no podía ir a que me viera el médico. Tampoco podía dejar sólo a mi marido, ni a mi madre que esta metida en la cama con una enfermedad. Me crié oyendo historias sobre las pupas vivas que se comen la cara de la gente, así que, lo que hago es ponerme por las noches un trozo de carne para que no siga comiéndose la mía.
Mientras la escuchaba unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas…
Impactante...
ResponderEliminarUn saludo
Vaya historia....
ResponderEliminarLo peor es que supongo que es una historia real...
Saludos
Miriam, Amalia muchas gracias por leer y comentar, realmente me gustaría que TODO fuese inventado, pero son historias de mujeres reales.
ResponderEliminarJo, no nos queda nada por educar...
ResponderEliminarDetrás de los diagnósticos hay personas con sus creencias, actitudes, expectativas...sufrimiento. Hay mucho que hacer en educación para la salud sin perder de vista esa perspectiva humana de la medicina.
ResponderEliminarUn saludo
No sé qué decir, como siempre, me ha gustado, pero penita... el próximo que haga reir, ¿vale?
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