El sol bañando hasta el ultimo rincón de la
habitación. Ella sentada, muy quieta, en silencio.
Un halo de luz salpicando a su alrededor. Me aproximo,
le hablo, se que no oye bien y no quiero gritar. Transmite placidez.
Los tobillos tan hinchados que puedes dejar tu huella
en ellos si los aprietas. Levanta la cabeza. Tiene los ojos cerrados. Me callo
y espero.
Sigue sin moverse.
Intencionadamente pongo mi mano en su hombro para
hacerle notar mi presencia. Abre los ojos y sonríe.
Le hago de nuevo la pregunta. No son buenas noticias.
No tenemos todas las respuestas. Quiero que ella sepa que lo hemos estado
discutiendo en la sesión de oncología.
Ahora me mira fijamente.
“¿Sabes por qué me llamo Isabel?”
“No.”
“Cuando yo nací, la gente tenía más hijos que ahora,
nosotros somos nueve. Eran otros tiempos, muchos niños morían de enfermedades que
ahora son fáciles de tratar.
Había una costumbre, la de poner el nombre de un bebe
muerto al siguiente que nacía, hasta que alguno sobrevivía.
Antes de mi hubo dos Isabeles más, murieron al poco
tiempo de nacer y me han acompañado toda la vida. Yo he vivido muchos años
porque lo he hecho también por ellas.
Al nacer tiramos los mismos dados, dos cubos
idénticos, perfectos. Unos marcan un uno y otros un seis.”
La anciana que me contó esto, delgada, casi sin pelo,
gravemente enferma, tenía una belleza magnética, enigmática.
…..
Es natural, instintivo, preferir el placer al dolor,
lo familiar a lo desconocido. Pero al intentar evitar el dolor y buscar el
confort a toda costa, podemos perder la intimidad, la compasión. Podemos
quedarnos sin conocer hasta donde llega nuestra fuerza.
Con los años he llegado a apreciar la fuerza de las
creencias de la gente.
Una creencia es mucho más que una idea.
Nuestras creencias marcan la forma en la que
experimentamos las situaciones y acontecimientos de la vida.
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