No importa quién eres o a qué te dedicas, hay momentos
en la vida de todos en los que nos detenemos, miramos a nuestro alrededor y
pensamos: "Joder (algunos omiten esta palabra), esto es
la vida real."
Esos momentos son aquellos en los que la realidad
nos da con fuerza en la cara. Momentos en los que todas las creencias y situaciones
hipotéticas en las que nos sustentábamos se desmoronan y las sustituye la cruda
realidad.
Cuando esos momentos llegan (y siempre lo hacen) tu única posibilidad
es detenerte y aprender.
Esos momentos son diferentes para cada uno de
nosotros, aunque no demasiado.
A la realidad no le importa si eres negro o blanco
o masculino o femenino o rico o pobre. Si vives lo suficiente, te encontrará. Y
cuando lo haga, lo sabrás.
Y sucede en oleadas.
Esas olas embravecidas a veces te pillan atento,
preparado para navegarlas, pero otras veces no y te arrastran, golpeándote
contra las piedras de la orilla.
Por otro lado está el tiempo que pasa entre una y
otra ola. Ese tiempo en que vives tranquilo, creyendo que estás perfectamente
preparado… pero llega otra ola… y la magnitud de la realidad te deja allí sentado,
sacudiendo la cabeza… pensando…
"Joder, (o demonios, o mierda) esto es la vida
real.”
Escribo esos improperios porque admito que esta es
la manera en la que aparecen en mi cabeza, en vez de un “Guau”. Esa palabra no
es propia de mi.
Aquí cada uno puede insertar sus propias palabras.
Puedes decir "Jolín, las cosas se pusieron serias". De cualquier
manera, lo digas como lo digas, la vida se pone así muchas veces.
¿Y por qué pienso ahora en esto?
Mmmmm, bueno…
Hoy me he acordado de una persona, un paciente. Recuerdo
que tenía esa forma de comunicarse que nos gusta tanto a los médicos, esa que
hace que nuestro trabajo sea más fácil. Se sentaba de golpe, casi se tiraba en
la silla. Nos saludaba con una amplia y relajada sonrisa, y nos miraba directamente
a los ojos. Hablaba con claridad, era sincero y acompañaba cada palabra con un
gesto muy típico de su cabeza.
Sabía cómo tratarnos a todos. Más de una vez
sonrojó a la enfermera y a mí misma. Era entrañable.
Tenía uno de esos diagnósticos que no le desearías
ni a tu peor enemigo, pero su semblante, siempre agradable y sus ojos bailarines, nos daban la bienvenida y nos hacía sentir bien. No estaba amargado, ni
bloqueado por el miedo o la ira... era feliz…
A él le escuché muchas veces hablar de “las olas
embravecidas”, de la “cruda realidad”… y gracias a él aprendimos a aprovechar y
disfrutar un poco más del tiempo entre las olas.
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